terça-feira, 10 de fevereiro de 2009

Encíclica E supremi apostolatus del Papa San Pío X

(4 de octubre de 1903)

Dom Marcel Lefebvre

La primera encíclica de San Pío X se titula E supremi apostolatus. Su fecha es el 4 de octubre de 1903. El Papa había sido coronado el 4 de agosto, así que tan sólo dos meses después de haberse convertido en Papa publicó esta encíclica, relativamente corta y sencilla en su estructura. Tras el prólogo, expone el programa que pretende realizar durante su pontificado, no sin dar una visión del mundo actual. Luego exhorta a los obispos a que le ayuden, insistiendo sobre todo en la formación de los seminaristas, y su desvelo por el clero y la acción católica.

El Papa empieza, pues, con algunas consideraciones sobre su elección. De hecho él nunca había pensado, ni siquiera imaginado, que sería elegido por el cónclave; incluso había prometido a sus fie-les de Venecia que volvería, pero no fue así… Dice:

«Al dirigirnos por primera vez a vosotros desde la Cátedra apostólica a la que hemos sido eleva-dos por el inescrutable designio de Dios, no es necesario recordar con cuántas lágrimas y oraciones hemos intentado rechazar esta enorme carga del pontificado».

Hace suyas las palabras de San Anselmo cuando fue elevado al episcopado:

«Porque Nos tenemos que recurrir a las mismas muestras de desconsuelo que él [San Anselmo] profirió para exponer con qué ánimo y con qué actitud hemos aceptado la pesadísima carga del ofi-cio de apacentar la grey de Cristo. Mis lágrimas son testimonio —esto dice—, así como mis quejas y los suspiros de lamento de mi corazón, cuales en ninguna ocasión y por ningún dolor recuerdo haber derramado hasta el día en que cayó sobre mí la pesada suerte del arzobispado de Canterbu-ry. No pudieron dejar de advertirlo todos aquellos que en aquel día contemplaron mi rostro...»

«Efectivamente —dice entonces San Pío X— no Nos faltaron múltiples y graves motivos para rehusar el pontificado... Dejando aparte otros motivos, Nos llenaba de temor sobre todo la tristísima situación en que se encuentra la humanidad. ¿Quién ignora, efectivamente, que la sociedad actual, más que en épocas anteriores, está afligida por un íntimo y gravísimo mal que, agravándose por dí-as, la devora hasta la raíz y la lleva a la muerte? Comprendéis, Venerables Hermanos, cuál es el mal: el abandono de Dios y la apostasía».

El abandono de Dios

Así pues, para San Pío X la gran enfermedad de su época y de la sociedad era el abandono de Dios y la apostasía. El abandono de Dios: hoy lo podemos lamentar más que nunca. Si San Pío X viviese aún, creo que estaría mucho más asustado que en su época, porque entonces había todavía muchos seminarios, sacerdotes, religiosos y religiosas animados por la fe viva, y las iglesias aún es-taban llenas. Sigamos la lectura:

«Detrás de la misión pontificia que se Nos ofrecía, veíamos el deber de salir al paso de tan gran mal».

«Instaurarlo todo en Cristo»

¿Qué remedio va a proponer?

«Nos parecía que recaía en Nos el mandato del Señor: Hoy te doy sobre pueblos y reinos poder de destruir y arrancar, de edificar y plantar (Jer. 1, 10); pero, conocedor de Nuestra propia debili-dad, Nos espantaba tener que hacer frente a un problema que no admitía ninguna dilación y sí tenía muchas dificultades. Sin embargo, puesto que agradó a la divina voluntad elevar nuestra humildad a este supremo poder, descansamos el espíritu en aquel que nos conforta y poniendo manos a la obra, apoyados en la fuerza de Dios, declaramos…»

Esta es una declaración oficial corta y fuerte:

«...que en la gestión de Nuestro pontificado tenemos un sólo propósito, instaurarlo todo en Cris-to (Efes. 1, 10), para que efectivamente todo y en todos sea Cristo (Col. 3, 11)».

(«Declaramus propositum esse Nobis: instaurare omnia in Christo ut… sit omnia et in omni-bus Christus»).

Este es el programa de San Pío X.

Esta divisa es admirable, porque si leemos a San Pablo en sus cartas tanto a los Efesios como a los Colosenses, y los párrafos y versículos que siguen y que completan las afirmaciones de San Pío X, nos daremos cuenta de que éste fue también el fin principal del apostolado de San Pablo. El les dice a los Efesios y a los Colosenses que había sido elegido como apóstol para anunciar un gran misterio escondido desde el principio del mundo, escondido incluso en cierta medida a los ángeles, un miste-rio extraordinario. ¿Qué va a anunciar el Papa San Pío X? Su misterio, de eso se trata precisamente: «Instaurare omnia in Christo». Yo diría: «Recapitulare omnia in Christo», hacer de Cristo la sínte-sis de toda la humanidad y al mismo tiempo la solución de todos sus problemas. Así pues, no sólo “instaurare” sino también “recapitulare” (de la palabra griega cefalos, cabeza). Nuestro Señor Je-sucristo es la cabeza, de la cual proviene todo. Es el gran misterio anunciado por San Pablo a los gentiles. San Pío X lo toma como programa de su pontificado.

«Habrá indudablemente —añade el Papa— quienes, porque miden a Dios con categorías huma-nas, intentarán escudriñar Nuestras intenciones y achacarlas a intereses y afanes de parte… De ahí que si alguno Nos pide una frase simbólica, que exprese Nuestro propósito, siempre le daremos só-lo esta: ¡instaurar todas las cosas en Cristo!»

Está claro. Hay claridad en las ideas y nitidez en la palabra, lo contrario de lo que escuchamos hoy en día en los documentos pontificios, que abundan en ambigüedades, equívocos y expresiones de moda. Aquí todo es sencillo, no se puede dudar qué piensa el Santo Padre.

El laicismo

Después, echa una mirada sobre el mundo:

«Ciertamente, al hacernos cargo de una empresa de tal envergadura y al intentar sacarla adelante Nos proporciona, Venerables Hermanos, una extraordinaria alegría el hecho de tener la certeza de que todos vosotros seréis unos esforzados aliados para llevarla a cabo».

Cuenta con el apoyo de los obispos para que lo ayuden.

« Verdaderamente contra su Autor se han amotinado las gentes y traman las naciones planes va-nos (Sal 2, 1); parece que de todas partes se eleva la voz de quienes atacan a Dios: Apártate de no-sotros (Job 22, 14). Por eso, en la mayoría se ha extinguido el temor al Dios eterno y no se tiene en cuenta la ley de su poder supremo en las costumbres, ni en público ni en privado».

Aquí se hace notar la introducción del laicismo, de lo que hoy quizás se llamaría de modo más co-rriente la secularización, es decir, que la religión ya no influye en la vida pública, que únicamente el hombre organiza la sociedad y todas las cosas como si Dios no existiera para nada. Es el laicismo puro.

El Papa prosigue:

«Aún más, se lucha con denodado esfuerzo y con todo tipo de maquinaciones para arrancar de ra-íz incluso el mismo recuerdo y noción de Dios».

¡Qué habría dicho si hubiese vivido en los tiempos del comunismo y de las escuelas del ateísmo!

La venida del Anticristo

Después, algo curioso, el Papa hace alusión al Anticristo:

«Es indudable que quien considera todo esto tendrá que admitir sin más que esta perversión de las almas es como una muestra, como el prólogo de los males que debemos esperar al fin de los tiempos, o incluso pensará que ya habita en este mundo el hijo de la perdición (2 Tes. 2, 3) de quien habla el Apóstol».

No cabe duda de que San Pío X estaba inspirado al hablar así desde el principio de su pontificado, como si le pareciera que el Anticristo ya estaba viviendo en la sociedad de su época. El Papa santo continúa:

«Por el contrario —esta es la señal propia del Anticristo según el mismo Apóstol—, el hombre mismo con temeridad extrema ha invadido el campo de Dios, exaltándose por encima de todo aquello que recibe el nombre de Dios».

Sabemos que la venida del Anticristo será cuando los hombres rechacen a Dios en todas partes. Esta lucha abierta ha empezado ya desde hace mucho tiempo (desde la caída de Satanás y después del pecado original), pero en el transcurso de la historia de la Iglesia hemos vivido un tiempo en que Dios ha sido conocido, amado y respetado por la mayoría de las naciones.

El culto del hombre

Con el Renacimiento y el protestantismo aparecieron pensadores que deseaban transformar la so-ciedad y volverla laica, o más bien atea, pero mientras había reyes y príncipes católicos no podían conseguir lo que pretendían. Por eso, levantaron la Revolución, matando a los reyes y exterminando a los príncipes, y después de haber destruido el antiguo orden, consiguieron poco a poco establecer una sociedad realmente laica en todas partes, el mayor o menor grado de los diferentes países. Hoy los legisladores ya no tienen en cuenta los derechos de Dios ni el decálogo, sino sólo los derechos del hombre. Es algo que ya veía San Pío X:

«Hasta tal punto que —aunque no es capaz de borrar dentro de sí la noción que de Dios tiene— tras el rechazo de Su majestad, se ha consagrado a sí mismo este mundo visible como si fuera su templo para que todos lo adoren».

Todo esto ha sido profetizado. Hablando sobre su tiempo, el Papa dirige sus pensamientos hacia el futuro. Siente que van a llegar tiempos terribles en que la persecución contra Nuestro Señor será abierta. ¿Presentía acaso la llegada del comunismo ateo? En todo caso, veía al Anticristo en obra.

Dios será el vencedor

Sigamos la lectura:

«Nadie en su sano juicio puede dudar de cuál es la batalla que está librando la humanidad contra Dios. Se permite ciertamente al hombre, en abuso de su libertad, violar el derecho y el poder del Creador; sin embargo, la victoria siempre será de Dios…»

Por lo tanto, es evidente que Dios vencerá. ¿Cuándo?

«Incluso tanto más inminente es la derrota, cuanto con mayor osadía se alza el hombre esperando el triunfo. Estas advertencias nos hace el mismo Dios en las Escrituras Santas. Pasa por alto, en efecto, los pecados de los hombres (Sab. 11, 24) como olvidado de su poder y majestad; pero lue-go, tras simulada indiferencia, despertado como un hombre al que el vino ha aumentado su fuerza (Sal. 77, 65), romperá la cabeza de sus enemigos (Sal. 67, 22)».

El Papa cita las palabras de la Escritura:

«Para que todos reconozcan que el rey de toda la tierra es Dios (Sal. 46, 7) y sepan las gentes que no son más que hombres (Sal. 9, 20)».

Lo que dice San Pío X también lo podemos decir nosotros, hoy más que nunca. Dios “cierra sus ojos”. Nos sentimos un poco abandonados de Dios. Los hombres cometen las peores cosas, de las cuales nadie si hubiera atrevido a pensar siquiera en tiempos de San Pío X. Pensemos en las leyes que permiten el aborto y que llevan al exterminio a centenares de millones de niños en los países supuestamente civilizados; la inmoralidad ha llegado a todas partes: ya no se puede abrir un perió-dico sin que se hable de raptos, crímenes, violaciones… Podemos preguntarnos: ¿qué espera Dios para sacudir al mundo y hacerle temblar un poco?

Dios tiene paciencia. El ha señalado su hora, aunque nosotros no podemos saber cuándo va a ac-tuar. Podría suceder de repente; viene “como un ladrón”, algo así como la muerte.

«Todo esto lo mantenemos y lo esperamos con fe cierta. Lo cual, sin embargo, no es impedimen-to para que cada uno por su parte, también procure hacer madurar la obra de Dios: y eso no sólo pi-diendo con asiduidad: Alzate, Señor, no prevalezca el hombre (Sal. 9, 19), sino —lo que es más importante— con hechos y palabras, abiertamente a la luz del día, afirmando y reivindicando para Dios el supremo dominio sobre los hombres y las demás criaturas, de modo que Su derecho a go-bernar y Su poder reciba culto y sea fielmente observado por todos».

La salvación por medio de Jesucristo

Este es el programa: trabajar para el reinado de Nuestro Señor Jesucristo. Está claro. Para San Pío X no cuentan para nada los derechos del hombre, ni el progreso, ni los cambios de estructuras; no. Unicamente Nuestro Señor. Por El nos vendrá la salvación, como dice luego: cumplamos nuestro deber, y si buscamos la paz no la debemos buscar fuera de Dios:

«Una vez rechazado Dios, se busca la paz inútilmente, porque la justicia está desterrada de allí donde Dios está ausente; y quitada la justicia, en vano se espera la paz. La paz es obra de la justicia (Isa. 32, 17)».

Dar a Dios lo que es de Dios y al prójimo lo que es del prójimo: ésta es la virtud de justicia. La paz reinará a través de ella.

Sin embargo, dice entonces San Pío X:

«Sabemos que no son pocos los que, llevados por sus ansias de paz, de tranquilidad y de orden, se unen en grupos y facciones que llaman “de orden”. ¡Oh, esperanza y preocupaciones vanas!»

Pero, ¿el “partido del orden”, no es el de la Iglesia? Para San Pío X eso no basta:

«El partido del orden que realmente puede traer una situación de paz después del desorden es uno sólo: el de los que están con Dios. Así pues, éste es necesario promover y a él habrá que atraer a todos, si son impulsados por su amor a la paz».

Son cosas que ya no se escuchan ahora. El Papa actual, en su discurso en París en la UNESCO 1, di-jo que el gran medio para restablecer la paz en el mundo consiste en dar a la conciencia el lugar que le corresponde y hacer que la gente “tome conciencia” del peligro en que se halla el mundo si no se hacen esfuerzos para restablecer la paz. De nada vale “concientizar” como se dice hoy, si no se da el remedio, y el único remedio es la ley de Dios, el decálogo, que es la base de toda civilización humana y cristiana.

San Pío X no duda en decir:

«Esta vuelta de todas las naciones del mundo a la majestad y el imperio de Dios, nunca se produ-cirá, sean cuales fueren nuestros esfuerzos, si no es por Jesucristo (nunquam nisi per Jesum Chris-tum eveniet) ».

Está muy claro.

«Pues advierte el Apóstol: Nadie puede poner otro fundamento, fuera del que está ya puesto, que es Cristo Jesús (1 Cor. 3, 11). Evidentemente es el mismo a quien el Padre santificó y envió al mundo (Jn. 10, 36); el esplendor del Padre y la imagen de su sustancia (Heb. 1, 3). Dios verdadero y verdadero hombre: sin el cual nadie podría conocer a Dios como se debe; pues nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiera revelárselo (Mat. 11, 27)».

Cristo es Dios

Para San Pío X la consecuencia es que:

«...instaurar todas las cosas en Cristo y hacer que los hombres vuelvan a someterse a Dios es la misma cosa».

Cristo es Dios. Es algo que parece sencillo, y sin embargo es lo que siempre niegan tantos adver-sarios de Nuestro Señor y católicos que no tienen una fe viva, pues estos últimos no lo consideran en su vida ni en todos sus modos de obrar como si fuera Dios. Evidentemente, el misterio de Dios encarnado es muy grande. Es más fácil ver en Jesucristo lo que tiene de hombre, porque Dios se es-conde tras su humanidad. Sin embargo, no hay dos personas en Nuestro Señor Jesucristo sino una sola, la del Verbo: et Verbum caro factum est. El Verbo es Dios que ha tomado carne. De modo que si El es realmente Dios, tenemos que honrarlo como a Dios, obedecerle como a tal y procurar que venga a nosotros su reino.

«Con El al frente, pronto volverá la humanidad al mismo Dios. A un Dios, que no es aquél des-piadado, despectivo para los humanos que han imaginado en sus delirios los materialistas, sino el Dios vivo y verdadero, uno en naturaleza, trino en personas, Creador del mundo, que todo lo prevé con suma sabiduría, y también Legislador justísimo que castiga a los pecadores y tiene dispuesto el premio a los virtuosos».

Así surge la siguiente pregunta:

«¿Cuál es el camino para llegar a Cristo? Lo tenemos ante los ojos: la Iglesia. Por eso, con razón, dice el Crisóstomo: Tu esperanza la Iglesia, tu salvación la Iglesia, tu refugio la Iglesia. Pues para eso la ha fundado Cristo, y la ha conquistado al precio de su sangre; y a ella encomendó su doctrina y los preceptos de sus leyes, al tiempo que la enriquecía con los generosísimos dones de su divina gracia para la santidad y la salvación de los hombres».

Ir a Jesucristo por medio de la Iglesia

De modo que por la extensión de la Iglesia católica nos santificaremos, honraremos a Nuestro Se-ñor y su reino vendrá a nosotros. No hay otro medio. Para eso precisamente luchamos nosotros. Queremos mantener la Iglesia como ha sido siempre, para transmitir Nuestro Jesucristo a las almas, tal como ha querido darse siempre, es decir, por la Iglesia, por la fe de la Iglesia y por su gracia.

Sigamos la lectura:

«Ya veis, Venerables Hermanos, cuál es el oficio que en definitiva se confía tanto a Nos como a vosotros: que hagamos volver a la sociedad humana, alejada de la sabiduría de Cristo, a la doctrina de la Iglesia. Verdaderamente la Iglesia es de Cristo y Cristo es de Dios».

El orden que Dios quiere

«Ahora bien, para que el éxito responda a los deseos, es preciso intentar por todos los medios y con todo esfuerzo arrancar de raíz ese crimen cruel y detestable, característico de esta época: el afán que el hombre tiene por colocarse en el lugar de Dios».

¿Cómo no pensar aquí en las novedades del Concilio Vaticano II? Lo que nos llama la atención es precisamente el papel del hombre en relación con Dios. Es algo así como la religión del hombre. La nueva misa destaca sobre todo al hombre; es una misa democrática. Mientras que la Misa de la Tra-dición, la que nosotros decimos todos los días, es una misa jerárquica: Dios, Cristo, la Iglesia, en la persona del obispo y del sacerdote; luego los fieles, en los cuales también hay una jerarquía. En otro tiempo se hacía una distinción entre los príncipes y magistrados —que tienen una autoridad y, por lo tanto, comparten la autoridad de Nuestro Señor, puesto que toda autoridad viene de Dios—, y el pueblo fiel.

No son ideas de la edad media, sino simplemente la jerarquía tal como será en el Cielo: allí estará Dios y después la jerarquía de los ángeles, y lo mismo entre los santos. Todo esto es normal; Dios ha querido que participemos en mayor o menor grado de su gloria.

Veamos en esto una oportunidad para ejercitar la caridad, ya que como algunos tienen menos do-nes y otros más, así nacen comunicaciones entre los hombres en este mundo, como entre los ángeles y santos en el Cielo.

En cambio, según los errores modernos todos los hombres son iguales. Son una masa uniforme, y quien da la autoridad es el hombre. El hombre reemplaza a Dios. Dios ya no existe.

San Pío X recuerda el orden que Dios quiere para la sociedad:

«Habrá que devolver su antigua dignidad a los preceptos y consejos evangélicos; habrá que pro-clamar con más firmeza las verdades transmitidas por la Iglesia, toda su doctrina sobre la santidad del matrimonio, la educación doctrinal de los niños, la propiedad de bienes y su uso, los deberes para y con quienes administran el Estado; en fin, deberá restablecerse el equilibrio entre los distin-tos órdenes de la sociedad, la ley y las costumbres cristianas. Nos, por supuesto, secundando la vo-luntad de Dios, nos proponemos intentarlo en nuestro pontificado y lo seguiremos haciendo en la medida de nuestras fuerzas».

Este es el programa de San Pío X: instaurar todas las cosas en Cristo, volver a colocar a Dios en la sociedad por medio de la Iglesia, restablecer el orden en la sociedad por medio de las institucio-nes cristianas que la Iglesia ha defendido y enseñado siempre.

Formar sacerdotes

Enseguida, el Papa se dirige a los obispos. ¿Cuál es su oficio? ¿Qué tienen que hacer para alcan-zar este reinado de Nuestro Señor Jesucristo? ¿Qué medios conviene emplear para conseguir un fin tan elevado?

«Ya apenas es necesario hablar de los medios que nos pueden ayudar en semejante empresa, puesto que están tomados de la doctrina común. De vuestras preocupaciones, sea la primera formar a Cristo en aquéllos que por razón de su oficio están destinados a formar a Cristo en los demás. Pienso en los sacerdotes, Venerables Hermanos. Que todos aquellos que se han iniciado en las ór-denes sagradas sean conscientes de que, en las gentes con quienes conviven, tienen asignada la mi-sión que Pablo declaró haber recibido con aquellas palabras llenas de cariño: Hijitos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto hasta ver a Cristo formado en vosotros (Gal. 4, 19)».

Así que es necesario pensar en los seminarios:

«[Al sacerdote] se le denomina otro Cristo no sólo por la participación de su potestad, sino por-que imita sus hechos, y de este modo lleva impresa en sí mismo la imagen de Cristo».

San Pío X exhorta a los obispos: “¿Cuál tiene que ser vuestra principal ocupación? Los sacerdo-tes”. Es algo normal. ¿Qué sería la Iglesia sin sacerdotes, sin auténticos y santos sacerdotes? Noso-tros nos dirigimos hacia esa catástrofe mucho más que en tiempos de San Pío X… Si él volviese, insistiría aún mucho más sobre este punto. Ahora los sacerdotes ya no tienen el espíritu del sacerdo-cio, ni predican el Evangelio ni el verdadero catecismo, o lo que es peor: se casan. Casi no hay se-minaristas, o no se los forma bien. ¿Qué puede producir esta situación?

Multiplicar los seminarios

Insisto: la primera preocupación de los obispos tiene que ser la formación de verdaderos sacerdo-tes. No hubiéramos podido elegir mejor Patrón para la Fraternidad que San Pío X. Como la situa-ción actual es peor que cuando vivía este Papa santo, a mí, que siendo obispo y no teniendo oficial-mente ningún cargo, me pareció que lo mejor que podía hacer por la Iglesia y para la restauración del reinado de Nuestro Señor Jesucristo en la Iglesia y en la sociedad, era formar sacerdotes, y por lo tanto, abrir seminarios y preparar formadores de sacerdotes.

Hay que multiplicar los seminarios. Esta es la primera finalidad de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X. Haría falta un seminario en Canadá, otro en Méjico, en Colombia, en Australia y en Africa del Sur; lo mismo en Irlanda, en Inglaterra y en todas partes… 2 Hacen falta sacerdotes, y no cua-lesquiera, para renovar la Iglesia y restaurar el reinado social de Nuestro Señor Jesucristo.

A veces se oye decir: “La situación está cambiando y el número de los seminaristas aumenta; por ejemplo: en el seminario de Paderborn, acaban de entrar 39 seminaristas el año pasado; en Habs-burgo, 25; en un seminario nuevo de Argentina, un obispo ha procurado restablecer un poco la tra-dición y muchos jóvenes se sienten atraídos por el uso del latín y por cierta disciplina”…

Sin embargo, hay que ver de cerca qué tipo de filosofía se les enseña, qué liturgia se emplea e in-cluso qué disciplina general tienen. A esos jóvenes seminaristas no se les enseña la filosofía esco-lástica, que sigue siendo la verdadera filosofía de la Iglesia, sino una historia de la filosofía (es de-cir: todas las filosofías), pero no se aprenden los verdaderos principios de la filosofía. Lo mismo su-cede con la teología; se estudia sobre todo apologética y Sagrada Escritura. De modo que esos sa-cerdotes no sólo no se forman sino que se deforman.

Hace poco vino a vernos a nuestro seminario de Zaitzkofen un profesor de Paderborn, y nos dijo: “Es verdad que tenemos seminaristas y que cuando llegan vienen con muy buenas disposiciones y con deseos de aprender la Verdad, pero al cabo de uno o dos años se dan cuenta de que se les de-forma completamente y de que no se les enseña lo que habían venido a aprender; entonces se des-animan, pierden la noción de la verdad y se van a otras partes”.

Otro ejemplo: el seminario de Regensburg (Ratisbona) se consideraba hasta hace poco tiempo como el seminario tradicionalista en Alemania y Mons. Graber era considerado también como tra-dicionalista, pues había escrito un librito “reaccionario” contra algunas posturas del Concilio. Yo lo fui a visitar y ¿qué me dijo? —“Sí, tengo seminaristas; he ordenado a 18 sacerdotes este año y voy a tener aún más vocaciones”… —“Entonces —le pregunté yo— ¿está Vd. contento?” —“No tanto —me dijo— pues muchos seminaristas no asisten a la misa de la mañana y muchos de ellos llevan el pelo largo hasta los hombros”…

Con todo, nosotros nos alegraríamos y daríamos gracias a Dios si hubiese seminarios que empeza-sen a volver al buen camino, pero no sucede así. Conforme va pasando el tiempo tardará aun menos profesores que conozcan la filosofía de santo Tomás o la auténtica teología. Por esto, una buena parte de los seminaristas de la Fraternidad San Pío X estarán destinados a su vez a ser profesores en nuestros seminarios. Formar santos sacerdotes es algo absolutamente indispensable.

San Pío X nos invita encarecidamente:

«En esta situación, ¡qué cuidado debéis poner, Venerables Hermanos, en la formación del clero para que sean santos! Es necesario que todas las demás tareas que se os presentan, sean cuales fue-ren, cedan ante ésta. Por eso, la parte mejor de vuestro celo debe emplearse en la organización y el régimen de los seminarios sagrados, de modo que florezcan por la integridad de su doctrina y por la santidad de sus costumbres. Cada uno de vosotros guarde para el Seminario las delicias de su cora-zón, sin omitir para su buena marcha nada de lo que estableció con suma prudencia el Concilio de Trento.

Cuando llegue el momento de tener que iniciar a los candidatos en las órdenes sagradas, por fa-vor no olvidéis la prescripción de Pablo a Timoteo: A nadie impongas las manos precipitadamente (1 Tim. 5, 22). Considerad con atención que de ordinario los fieles serán tal cual sean aquéllos a quienes destinéis al Sacerdocio. Por tanto, no tengáis la mira puesta en vuestra propia utilidad; mi-rad únicamente a Dios, a la Iglesia y la felicidad eterna de las almas, no sea que, como advierte el Apóstol, tengáis parte en los pecados de otros (id.)».

Desvelo con los jóvenes sacerdotes

Tampoco no hay que descuidar a los nuevos sacerdotes cuando salen del seminario:

«Que los sacerdotes principiantes y los recién salidos del seminario no echen de menos vuestros cuidados. A éstos —os lo pedimos con toda el alma—, atraedlos con frecuencia hasta vuestro cora-zón, que debe alimentarse del fuego celestial, encendedlos, inflamadlos de manera que anhelen sólo a Dios y el bien de las almas. Nos ciertamente, Venerables Hermanos, proveeremos con la mayor diligencia para que estos hombres sagrados no sean atrapados por las insidias de esta ciencia nueva y engañosa que no tiene el buen olor de Cristo y que, con falsos y astutos argumentos, pretende im-pulsar los errores del racionalismo y el semirracionalismo; contra esto ya el Apóstol precavía a Timoteo cuando le escribía: Guarda el depósito que se te ha confiado, evitando las novedades pro-fanas y las contradicciones de la falsa ciencia que algunos profesan extraviándose de la fe (1 Tim. 6, 20)».

Hay que cuidar a los sacerdotes recién ordenados:

«Nos tenemos una gran tristeza y un dolor continuo en el corazón (Rom. 92, 2) al comprobar que es aplicable a nuestra época aquella lamentación de Jeremías: Los pequeños pidieron pan y no había quien se lo partiera (Lam. 4, 4). No faltan en el clero quienes, de acuerdo con sus propias cualidades, se afanan en cosas de una utilidad quizá no muy definida, mientras, por el contrario, no son tan numerosos los que, a ejemplo de Cristo, aceptan la voz del Profeta: El Espíritu me ungió, me envió para evangelizar a los pobres, para sanar a los contritos de corazón, para predicar a los cautivos la libertad y a los ciegos la recuperación de la vista (Luc. 4, 18-19)»

Supongo que el Papa en ese momento, al decir que muchos sacerdotes empleaban su tiempo en cosas muy ajenas al ejercicio de su ministerio, a la enseñanza del catecismo, a la administración de los sacramentos, etc., se acordaba de su diócesis.

¿Qué podría decirse hoy? ¿Dónde hay una parroquia en que el sacerdote esté en el confesionario esperando a los penitentes? Hay que ir a la casa parroquial; el sacerdote ha salido o no tiene tiem-po… y los fieles no se atreven a insistir y no se confiesan.

San Pío X insistió siempre en que la primera ocupación del sacerdote es la de enseñar el catecis-mo. Los sacerdotes de ahora dicen: “No; esa no es mi obligación, sino la de los padres”… Por su-puesto que los padres tienen que enseñar a sus hijos los rudimentos del catecismo y está muy bien. Pero el sacerdote es quien tiene la ciencia para impartir la enseñanza religiosa, no para pronunciar grandes discursos filosóficos a un grupito de gente selecta, sino para tener las aptitudes para trans-mitir la ciencia religiosa a los niños y a las personas sencillas. Existe el peligro de dejarse absorber por ciencias muy especulativas y no adaptarse a toda gente. Hay que saber adaptar la ciencia que hemos recibido a las personas a quienes nos corresponde enseñar.

Eso mismo es lo que dice San Pío X:

«La enseñanza de la religión es el camino más importante para replantar el reino de Dios en las almas de los hombres».

Y añade:

«¡Cuántos son los que odian a Cristo, los que aborrecen a la Iglesia y al Evangelio más por igno-rancia que por maldad! De ellos podría decirse con razón: Blasfeman de todo lo que desconocen (Jud. 10)Precisamente de aquí procede la falta de fe de muchos. Pues no hay que atribuir la falta de fe a los progresos de la ciencia, sino más bien a la falta de ciencia; de manera que donde mayor es la ignorancia, más evidente es la falta de fe. Por eso Cristo mandó a los Apóstoles: Id y enseñad a todas las gentes (Mat. 28, 19)».

Una caridad paciente

San Pío X pide luego a los obispos que procuren que los sacerdotes se ejerciten en la caridad:

«Para que el trabajo y los desvelos de la enseñanza produzcan los esperados frutos y en todos se forme Cristo, quede bien grabado en la memoria, Venerables Hermanos, que nada es más eficaz que la caridad».

El consejo que da aquí tiene mucha importancia. Consideremos las dificultades que han sufrido los tradicionalistas en sus parroquias… Los sacerdotes que no tienen caridad tienden a juzgar a los hombres tal como tendrían que ser y no tal como son, y cierran sus ojos a la realidad. Si un joven sacerdote entra en contacto con las almas habiendo establecido categorías en su mente, teniendo el prejuicio de que los cristianos tienen que ser de tal o cual modo, no puede recibir al pecador que acude a él —y todos somos pecadores— como médico —médico del alma — sino como juez, y así condena, reprende y corrige al penitente. El resultado es que la gente se aleja de él. ¡Imaginaos que en un hospital diga el médico: “Todos estáis demasiado enfermos; no os puedo cuidar a todos; vues-tro único remedio es morir”! O bien, otro médico que sólo adopta medios extremados: “¡Hay que cortar la pierna!” Este último médico quizá sabe analizar pero no tiene sentido para diagnosticar, ese sentido que tenían los médicos rurales, pues enseguida sabían adivinar la enfermedad; ¡todo el mundo los quería!

Así pues, los sacerdotes tienen que mostrarse como médicos de almas. San Pío X lo dice y lo ex-plica:

«Quede bien grabado en la memoria, Venerables Hermanos, que nada es más eficaz que la cari-dad. Pues el Señor no está en la agitación (3 Rey. 19, 11). Es un error querer atraer a las almas a Dios con un celo amargo; es más, increpar con acritud los errores, reprender con vehemencia los vicios, a veces es más dañoso que útil. Ciertamente el Apóstol exhortaba a Timoteo: Arguye, exige, increpa, pero añadía, con toda paciencia (in omni patientia) (2 Tim. 4, 2)».

«También en esto Cristo nos dio ejemplo: Venid, así leemos que El dijo, venid a Mí todos los que trabajáis y estáis cargados y Yo os aliviaré (Mat. 11, 28). Entendía por los que trabajaban y esta-ban cargados no a otros, sino a quienes están dominados por el pecado y el error. ¡Cuánta manse-dumbre en aquel Divino Maestro! ¡Qué suavidad, qué misericordia con los atormentados! Isaías describió exactamente Su corazón con estas palabras: Pondré mi espíritu sobre él; no gritará, no hablará fuerte; no romperá la caña cascada, ni apagará la mecha que todavía humea (Is. 42, 1). Y es preciso que esta caridad, paciente y benigna (1 Cor. 13, 4) se extienda tanto a aquellos que nos son hostiles como a los que nos siguen con animosidad. Somos maldecidos y bendecimos, así hablaba Pablo de sí mismo, padecemos persecución y la soportamos; difamados, consolamos (1 Cor. 4, 12)».

«Quizá parecen peores de lo que son. Pues con el trato, los prejuicios, los consejos y ejemplos de los demás, y en fin con el mal consejero del amor propio se han pasado al campo de los impíos. Sin embargo, su voluntad quizás no es tan depravada como pueden aparentar».

No hay que sacar conclusiones precipitadas

La dureza es mala consejera. Siempre saca conclusiones exageradas de cualquier cosa que se dice. Siempre interpreta las palabras de los demás en su sentido más duro. Por ejemplo, hay personas que dicen: “El Papa ha dicho tal cosa, por lo tanto es un hereje, y por lo tanto ya no es Papa”… Ese es un razonamiento simplista; basta sacar una frase de su contexto para concluir: “Es un hereje”.

Para ser hereje hay que ser pertinaz en el error y no basta con haber pronunciado una frase heréti-ca. Por ejemplo, sobre el tema de la Santísima Trinidad —tema que es muy difícil— todos nosotros podemos equivocarnos, expresándonos incorrectamente y decir algo que no sea muy ortodoxo. Si alguien nos lo señala, lo corregimos. ¡Pero qué horrible sería si alguien nos acusase enseguida de herejía y excomunión!

Algunos no dudan en sacar conclusiones increíbles: “Ese ha dicho tal frase, así que es un liberal, y si es un liberal, seguro que es un masón; por lo tanto está excomulgado”… ¡Con semejantes razo namientos todo el mundo sería masón!

Es muy peligroso dejarse llevar por conclusiones precipitadas. Respecto al Papa, a veces se oye decir: “Firmó el documento sobre la libertad religiosa y ese decreto es herético, así que el Papa es un hereje y ya no es Papa”… En primer lugar se tendría que estudiar de manera muy exacta si ese decreto es herético; después preguntarse si el Papa era perfectamente consciente de lo que firmaba. Se sabe que él mismo hizo añadir algunas frasecitas para decir: “El decreto de la libertad religiosa es conforme a la Tradición”. Por supuesto que eso no es cierto, pero él lo creía así en su pensamien-to. Así que no se puede concluir con demasiada rapidez, porque las consecuencias serían demasiado graves.

Algunos dicen: “No hay Papa”. De modo que los cardenales que ha nombrado no son tales, y cuando estos mismo elijan un nuevo Papa, no lo será porque los cardenales no lo son en realidad… ¿Hasta donde van a parar? ¿Quién va a nombrar al próximo Papa? ¿La Providencia? Sí, pero la Pro-videncia emplea a los hombres. Es meterse en un agujero negro. Ahí es donde vienen a parar las conclusiones precipitadas.

Cómo no extrañarnos de que los fieles vayan a otras partes: al Palmar de Troya —donde ahora Clemente se ha hecho Papa, con toda su corte de cardenales— o a la iglesia latina de Tolosa, o a otros lugares… Se les obliga a buscar una autoridad y terminan en las sectas, rompiendo completa-mente con la Iglesia.

Hay que tener mucho cuidado y ser muy prudentes antes de afirmar algo. A los que hablan de ese modo les falta el espíritu de caridad, y por consecuencia, el realismo. Son idealistas y razonadores especulativos.

El sacerdote es médico de almas

El sacerdote es médico de almas. Cuando hay que examinar los pecados de alguien hay que con-siderar, por supuesto, el pecado en sí mismo, es decir, si la acción cometida es un pecado grave; pe-ro puede ser que el penitente no sea culpable subjetivamente. Por ejemplo: si quizás no sabía que lo que hacía era un pecado grave, o fue presionado, condicionado, o estaba en un momento en que no era consciente de lo que hacía. Hay que examinar todas estas circunstancias, porque juzgar las cosas sin estudiarlas, no sería realista. Insisto otra vez en que el sacerdote es médico de almas. Tiene que preguntar al penitente que le viene a pedir consejo cómo sucedió eso, cómo pudo ponerse en tal si-tuación, etc. Deje que primero se explique, para poder darle luego el remedio. Es algo muy impor-tante. Desde el seminario hay que tratar de adquirir la virtud de prudencia, y no endurecerse ni ence-rrarse en razonamientos en que uno mismo se extravía o puede extraviar a los demás.

La acción católica

San Pío X pasa luego al tema de los medios que hay que emplear:

«No es mi intención que, en todo este esfuerzo tan arduo para restituir en Cristo a todas las gen-tes, no contéis vosotros y vuestro clero con ninguna ayuda. Sabemos que Dios ha dado mandatos a cada uno referentes al prójimo (Eclo. 17, 12)».

El Papa pide aquí que no se descuide la acción católica, es decir, las asociaciones de fieles que ayudan al sacerdote a difundir la enseñanza que supone la vida cristiana:

«Así que trabajar por los intereses de Dios y de las almas es propio no sólo de quienes se han de-dicado a las funciones sagradas, sino también de todos los fieles: y ciertamente cada uno, no de acuerdo con su iniciativa y su talante, sino siempre bajo la guía y las indicaciones de los Obispos (…) Que los católicos formen asociaciones, con diversos propósitos pero siempre para bien de la religión, Nuestros Predecesores desde ya hace tiempo las aprobaron y las sancionaron dándoles gran impulso. Y Nos no dudamos de honrar esa egregia institución con nuestra alabanza y desea-mos ardientemente que se difunda y florezca en las ciudades y en los medios rurales».

«Sin embargo, de semejantes asociaciones Nos esperamos ante todo y sobre todo que cuantos se unen a ellas vivan siempre cristianamente».

Para conocer bien las ideas de San Pío X sobre la acción católica, hay que referirse a la alocución que pronunció el 25 de septiembre de 1904, donde pide que la Acción Católica esté presidida por tres principios: piedad, estudio y acción. Conocemos grupos como la Juventud Estudiante Católica (JEC), la Juventud Obrera Católica (JOC), la Juventud Agrícola Católica (JAC) que nacieron por iniciativa de un sacerdote belga, el P. Cardijn, que luego fue cardenal. El lema de éste sacerdote era: ver, juzgar y obrar.

Es muy distinto de lo que proponía San Pío X: piedad, estudio y acción. La piedad, por decirlo de algún modo, provee al estudio, según los principios de la religión católica; y luego la acción, a la que gobiernan la piedad y el estudio. Mientras que en el lema ver, juzgar y obrar, primero se pone ver, que es una acción, es decir, comportarse como una persona que se dedica a cualquier otra cosa: empezar por ver y juzgar, y después obrar. ¿Cómo se pueden ver así las cosas? ¿Cómo se pueden juzgar? ¿Cómo va a estar dirigida su acción?

Cuando yo era arzobispo de Dakar, me acuerdo que visité grupos de la JOC y les hice ver el peli-gro de este lema. Por ejemplo: se ve que algo no funciona en el trabajo, luego se juzga: ¿por qué hay algo que no funciona? ¿cuál es la causa?: la autoridad, es decir, el jefe. Y entonces se obra: hay que luchar contra él. Lo mismo en la parroquia: si algo no funciona bien, la culpa es del párroco, así que hay que luchar contra él. De este modo se cae en el principio revolucionario. Para los jóvenes, nunca sucede nada por culpa suya. ¡La culpa es siempre de la autoridad!

Esto explica cómo los movimientos de la acción católica, que en un principio tenían muy buenas intenciones, acabaron convirtiéndose en asociaciones revolucionarias. ¿Qué puede haber de más re-volucionario que la Acción Católica Obrera (ACO)?: “Toda la culpa es de la sociedad”, así que hay una rebelión contra ella y un deseo de cambiar sus estructuras. Es la revolución generalizada…

En primer lugar la piedad

Es muy importante volver a los auténticos principios de la acción católica, en primer lugar la pie-dad, y antes que nada, rezar y pedir la gracia a Dios. Luego, estudiar las enseñanzas de la Iglesia pa-ra obrar según los principios de una acción realmente católica. Este es el orden normal. San Pío X continúa:

«Muchos ejemplos luminosos de éstos por parte de los soldados de Cristo, tendrán más valor pa-ra conmover y arrebatar las almas que las exquisitas disquisiciones verbales: y será fácil que, re-chazado el miedo y libres de prejuicios y de dudas, muchos vuelvan a Cristo y difundan por do-quier su doctrina y su amor; todo esto es camino para una felicidad auténtica y sólida».

El resultado:

«Si se vive de acuerdo con las normas de vida cristiana, Venerables Hermanos, ya no habrá que hacer ningún esfuerzo para que todo se instaure en Cristo… También ayudará todo ello, y en grado máximo, a los intereses públicos de las naciones. Pues, una vez logrados esos objetivos, los próce-res y los ricos asistirán a los más débiles con justicia y con caridad, y éstos a su vez llevarán en calma y pacientemente las angustias de su desigual fortuna; los ciudadanos no obedecerán a su am-bición sino a las leyes; se aceptará el respeto y el amor a los príncipes y a cuantos gobiernan el Es-tado, cuyo poder no procede sino de Dios (Rom. 13, 1). ¿Qué más? Entonces, finalmente, todos tendrán la persuasión de que la Iglesia, por cuanto fue fundada por Cristo, su creador, debe gozar de una libertad plena e íntegra».

San Pío X, antes de acabar, expresa un deseo:

«Que Dios, rico en misericordia (Efes. 2, 4), acelere benigno esta instauración de la humanidad en Cristo Jesús; porque ésta es una tarea no del que quiere ni del que corre sino de Dios que tiene misericordia (Rom. 9, 16). Y nosotros, Venerables Hermanos, con espíritu humilde (Dan. 3, 39), con una oración continua y apremiante, pidámoslo por los méritos de Jesucristo».

Y después se vuelve hacia la Santísima Virgen:

«Utilicemos ante todo la intercesión poderosísima de la Madre de Dios… y os animamos tam-bién a tomar como intercesores al castísimo Esposo de la Madre de Dios, patrono de la Iglesia cató-lica, y a San Pedro y San Pablo, príncipes de los apóstoles».

Al final, el Papa imparte su bendición apostólica.

Esta es la encíclica tan hermosa de San Pío X que resume un poco todas las encíclicas de los Pa-pas y todo lo que ellos enseñaron antes que él. Hace hincapié en lo más importante: «Instaurare omnia in Christo». Hoy, lo mismo que en su tiempo, ésta es la finalidad del sacerdocio.

1 2 de junio de 1980.

2 En 2002, la Fraternidad Sacerdotal San Pío X ya tiene 6 seminarios:

- Seminario San Pío X (Ecône, CH-1908 Riddes, Suiza);

- Seminario Santo Cura de Ars (Maison Lacordaire, 21150 Flavigny sur-Ozerain, Francia);

- Seminario Saint Thomas Aquinas (Route Rurale 1, Box 97, A-1-USA Winona, Minnesota 55987, U.S.A.);

- Seminario Nuestra Señora Corredentora (La Reja, c.c. 308, 1744 Moreno, Argentina);

- Seminario Holy Cross (P.O. Box 417, Goulburn, N.S.W. 2580, Australia);

- Seminario Herz Jesu (Zaitzkofen, 8306 Shierling, Alemania).

Fonte: Stat Veritas

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